Chained for Life

Por Andrés Brandariz

Chained for Life
EEUU, 2018, 91′
Dirigida por Aaron Schimberg
Con Jess Weixler, Adam Pearson, Stephen Plunkett, Charlie Korsmo, William Huntley, Gina Murdock.

Abrazar el descarte

Por Andrés Brandariz

I was working in the lab, late one night
When my eyes beheld an eerie sight
For my monster, from his slab began to rise
And suddenly to my surprise…

Como todas las grandes películas, Chained for Life no cabe en un logline. De ello da cuenta Aaron Schimberg -director y guionista de la película- en un inteligente, ácido y reflexivo artículo que escribió para el sitio web Talkhouse: https://www.talkhouse.com/how-not-to-talk-about-a-film-not-about-disability/ . En ese texto, Schimberg se explaya sobre sus dificultades a la hora de traducir una obra audiovisual a un formato escrito, logline: un concepto industrial que demanda, por un lado, ser capaz de sintetizar en una sola frase la trama; y, por el otro, lograr suscitar suficiente interés (y deseo de gastar dinero) en potenciales programadores de festivales/distribuidores de festivales/espectadores. 

Para cualquier artista que piensa a la forma como indisoluble del contenido, que trabaja sus materiales de tal manera que el sentido se produce por el libre juego entre el cómo y el qué, reducir su película a una frase “vendedora” debe resultar una experiencia insólita, frustrante y, en cierta medida, humillante. Especialmente tomando en cuenta que Chained for Life es una película que ama las formas y esquiva, como un milagro, el campo minado de los convencionalismos y las respuestas fáciles; especialmente considerando que se inventó en una industria cultural que avanza (especialmente en Estados Unidos, su país de origen) hacia la hipersimplificación de lo complejo, hacia el culto a la velocidad, hacia la saturación de información. Un firmamento audiovisual surcado por corporaciones que entienden la producción de audiovisuales diversos e inclusivos como manufacturas customizadas para que cualquiera puede encontrarse representado como consumidor; cada quien en su justa medida, recibiendo lo que le corresponde en la categoría de Netflix más apropiada. “Hecho especialmente para tí” (diría el amigo Ronald McDonald), porque somos todos iguales. 

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Pero no, no somos todos iguales. Pretender que el encuentro con el otro no sea fuente de tensión y conflicto, que no suscite preguntas y situaciones incómodas, que no nos haga reír y emocionar ante la perspectiva de un encuentro real, lúdico, libre de modorra solemne, no sólo es absurdo sino que desperdicia muchísimas oportunidades narrativas, estéticas y poéticas que hacen al arte mejor. Propuestas como la de Chained for Life son prueba viva de que la cultura no es mejor cuando cada uno recibe su pedacito de la torta, su cuota de pantalla, planilla en mano; sino en la medida en que el acceso del otro a los medios y herramientas artísticas le permiten desplegar su mirada sin excluir la incomodidad, sino explotándola. El otro es el otro, y yo soy yo; la empatía no es ser el otro, sino la posibilidad de reconocerme en él sin por eso minimizar todo lo que me hace diferente. En Chained for Life se despliega la voz del otro -de los otros- en toda su potencia creadora; sus ambigüedades, sus gestos irónicos, sus tensiones sin respuesta, encierran una extrañeza que nunca está totalmente cerca ni tampoco del todo lejos. Es incómoda, encantadoramente incómoda. Sin dudas, no entra en un logline.

Chained for Life comienza con una cita de Pauline Kael que habla sobre “el placer de la belleza”; ese interés que, inmediatamente, genera en el espectador la presencia de rostros hermosos en la pantalla. Mabel (Jess Weixler), la protagonista de la película, ha tenido la fortuna de nacer con un rostro de esos; es bella, es actriz y es rubia. Pero en realidad no es rubia; es uno de los tantos paralelos que la película traza entre el rodaje de la película que Mabel protagoniza (la cual, intuimos, también se llama Chained for Life) y la que nosotros, espectadores, estamos viendo. Durante el rodaje, la asistente de dirección lee un diálogo que alude al personaje de Mabel: “ni siquiera es realmente rubia”. Una vez terminado el rodaje descubriremos que ella, en efecto, no es rubia: su pelo es castaño. Tampoco es ciega, como su personaje. La película juega al viejo tópico del cine dentro del cine y lo refresca con una inquietud, una sospecha sobre la figura del actor como impostor, y sobre la actuación como impostación. Actor es una persona que finge ser otra pero tiene, a la vez, el don de ir y venir; se convierte en otro, pero puede dejar de serlo. 

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Por supuesto que, para cualquier persona que actúe, su trabajo va mucho más allá de la impostación. El actor no sólo inventa las características más superficiales de su personaje, sino que busca imbuirse de su alma; ser, no parecer. Pero la ilusión de ser otro, de transformarse completamente, entra en crisis cuando se confronta con la realidad de aquellos que no tienen la posibilidad de transformarse, que no pueden “ir y venir”. Es el caso de aquellos que, de acuerdo con los cánones de belleza y normalidad que nos rigen como sociedad, no son “reversibles”. Esto es lo que le ocurre a Mabel cuando conoce a Rosenthal (Adam Pearson), su coprotagonista, que llega al rodaje junto a un grupo de actores especialmente seleccionado por el director de la película (Charlie Korsmo) para interpretar a los internos del siniestro hospital en el cual se desarrolla la ficción que están filmando. Los integrantes del grupo de actores sólo tiene una cosa en común: su aspecto físico es diferente al del resto del equipo técnico y artístico de la película. Son freaks, a los cuales el director ha convocado en busca de un “realismo”, que se parece mucho al exploitation

Su llegada se recibe con cierta inquietud y, en busca de una explicación para esta decisión de casting, el equipo técnico repite dos cosas: que el director creció en el circo, y que es alemán. Lo primero convoca imágenes de vodevil, de zoológico humano, de freak show; lo segundo alude a una sensibilidad “europea”, atribuida a ese continente que se percibe como tierra de excentricidades, de libertad artística y de incorrección política (muchas veces, tan banal como la corrección). La perspectiva del encuentro entre Mabel y su cuerpo Pauline Kael-friendly con el cuerpo de Rosenthal -en el más literal sentido de la palabra ya que el director, de un día para el otro, les inventa una escena de sexo que no estaba en el guion- suscita en ella la necesidad de ensayar otra performance. Antes de conocer a Rosenthal, Mabel se encierra en el baño y ensaya la manera en la cual se dirigirá a su compañero de elenco; nada debe estar librado al azar, sino encorsetado en una lógica rígida que resultará, probablemente, tan antinatural para ella como para su partenaire. Aaron Schimberg le responde filmando el saludo entre ambos en plano general, despojando al momento de intensidad dramática e incluyendo en el encuadre al resto del grupo de actores y equipo técnico. El encuentro entre Mabel y Rosenthal es, de alguna manera, el encuentro entre un cuerpo-ficción y un cuerpo-documental. 

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La película desarrolla, a partir de ahí, el acercamiento entre los actores. Rosenthal resulta ser un compañero encantador. Mabel está en un lugar de tensión, de contradicción: el descubrimiento de que hay un lugar al cual ella no puede acceder a fuerza de talento, de que algo le está vedado, hace tambalear la seguridad sobre su oficio, la devuelve a un lugar de impostora. Ambos tienen algo en común: siempre desearon ser mozos en un restaurante. La diferencia es que lo que para Mabel resultaba una aspiración sorprendentemente baja, para Rosenthal es una utopía imposible. Mabel intenta resolver esta contradicción estableciendo que algunos de los compañeros del grupo de Rosenthal deben ser falsos freaks: las gemelas siamesas no pueden ser auténticas; Jack-Jacqueline, mitad hombre mitad mujer, tiene que ser uno u otra. “No son totalmente bestias, ni totalmente humanos”, define el director a la hora de explicarle su escena a Rosenthal. Él y su grupo ya están acostumbrados a este tipo de producciones: Life unworthy of life, God’s Mistake y ahora Chained for Life se cuentan entre su CV. Más adelante, el científico loco que interpreta Max (Stephen Plunkett) le ofrecerá a los freaks lo más valioso que sabe ofrecerles: devolverles la normalidad mediante cirugía. Somos todos iguales, pero no somos todos iguales.

Pero el cine siempre es un puente. En favor del sacrosanto realismo, el director ha decidido que, en la escena en la que el personaje de Mabel se quema la cara con ácido, una mujer con quemaduras severas (Diana Tenney) será quien la interprete. Un truco en el montaje permitirá unir a ambas actrices y, así, generar la ilusión de que son la misma persona. La mirada entre Mabel -que se retira al cómodo hotel donde se hospeda con el equipo técnico y parte del elenco- y su doble, la mujer quemada -desde el hospital donde Rosenthal y los suyos pasan la noche, ya que el hotel no está acondicionado alojarlos- establece el punto medio de la película. No es una división meramente horaria. Es la división entre dos miradas opuestas sobre la diferencia: una es el relato de exploitation, que muestra al diferente dándole un carácter monstruoso; el otro, la mirada producida por el diferente sobre sí mismo. Sólo el cine, en su milagroso artificio, las junta, las mezcla, las yuxtapone, las confronta, las hace entrar en contradicción.

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Esta segunda mitad de la película es más libre, más lúdica, más audaz, que todo lo que venimos viendo. El equipo técnico y artístico se reúne para el visionado del material filmado hasta el momento y, en primera fila, se sientan Mabel y Rosenthal. Las imágenes se suceden de ellos así como los diálogos de sus personajes, que se declaran su amor en una especie de relato de la bella y la bestia. La variedad de sensaciones que la escena suscita es, quizás, el más precioso logro de Chained for Life: la pantalla aparece como sublimación de todo aquello que tenemos demasiado miedo de decir(nos) -y probablemente nunca nos digamos-; a la vez, expone la ridiculez de un proyecto de película ahogado de ínfulas artísticas llenas de vulgaridad.

Lo más atractivo de esta segunda mitad es, sin duda, el momento en el cual Rosenthal y su grupo, aprovechando que el resto del equipo duerme en el hotel, toman las armas. Y por las armas, me refiero a las herramientas de producción. Complotados con dos enfermeras que cuidan el hospital, organizan un rodaje en el cual filman sus propias escenas. Es ahí cuando aparece su mirada: divertida, absurda, contradictoria, llena de desparpajo; un cine vivo, cine-juego, opuesto a las formas vetustas de la película “europea” del director-autor criado en el circo. En este punto, Chained for Life juega también a borronear límites -antes más o menos nítidos- y aventurar otras películas posibles, como si se trataran de variaciones sobre un mismo motivo musical. Es maravillosa.

Rosenthal y su grupo se dedican a jugar con el cine, pero no hay riesgo de que dejen sin película al equipo: la cámara es digital. Del ansia de filmarlo todo que suscita en los cineastas el acceso a la tecnología digital, también se ríe Chained for Life. A los directores independientes que se obsesionan por la calidad de imagen y la capacidad ilimitada, la textura granulada del Super 16 mm en el cual está filmada la película les propone lo contrario: exaltar la imperfección, los bordes difusos, las subexposiciones; filmar sabiendo que el material se agota, que no es necesario filmar todo. Al mismo tiempo -porque esta película no sólo abraza las contradicciones, las glorifica-, muchas imágenes de esta segunda mitad casi experimental de la película muestran descartes, arranques en falso, ensayos: todo ese material que, en un corte final, sería descartado. O no: bien saben los montajistas que allí se encuentra, muchas veces, la frescura necesaria para insuflarle vida a una película.  

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Quizás esa sea la propuesta definitiva que nos hace Chained for Life: abrazar el descarte, tanto a través del vínculo con las formas como trayendo al frente a los descartados, los que no pueden ir y venir, y conseguir que vayan y vengan, darles entidad más allá del ínfimo espacio tolerable para su presencia, para su mezquina porción en la torta cultural. En ese sentido, algo de esto propone la película en una escena -ya de lleno en el terreno de la fantasía- que le asigna a un mozo (Will Blomker) la voz de Rosenthal. Conocemos el rostro de Adam Pearson y sabemos que jamás su voz podría pertenecer a ese rostro bello, Pauline-Kael friendly, del mozo; sin embargo ahí lo tenemos, delante de nuestros ojos. Es un pacto que se vale de una ilusión y así, conmueve profundamente.
En la escena final, ya terminado el rodaje de la película, Mabel -la del pelo castaño, que hacía de rubia pero no era rubia- viaja con un taxista nigeriano cuyo rostro nunca vemos, que le saca conversación. El hombre es increíblemente exitoso, lleno de proyectos e intereses. Tiene un libro escrito sobre su vida, al cual fantasea con convertir en película para interpretarse a sí mismo. Excepto que Hollywood se interese: en ese caso, quisiera que lo interpretaran Denzel Washington o Daniel Day Lewis. Todos fantaseamos con el cine, y los actores son el rostro de esa fantasía. El actor es un impostor, un impostor que finge ser. Finge pero, sobre todo, cree. Cuando fingimos ser, pero creyendo, estamos jugando. Esa idea tampoco cabe en un logline.

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