Cannes 2017 – Diario de festival (1)

Por Fernando Juan Lima

Crónicas canninas

Por Fernando Juan Lima

Todos los años, el día previo al inicio del Festival el escenario es el mismo: los preparativos se apresuran, el aire se carga de electricidad y la ansiedad todo lo invade. Contra lo que podría pensarse, el frenético ritmo de los últimos instantes (incluída la mañana misma del inicio de la muestra) hermana a Cannes con sus homólogos menos glamorosos. Pareciera que la célebre alfombra roja sólo termina de estar en condiciones al mismo tiempo que el primer taco de una estrella (ya sabemos, el tema del año pasado fue el debate en torno a la posibilidad de que las mujeres no los llevaran…) se posa en el primer peldaño de la escalinata de la sala Lumiere. Todo parece repetirse pero algunos detalles hablan de cambios: las colas para retirar las acreditaciones son más largas, lo mismo que las de las entradas del Palacio del Festival. Y es que, tras el atentado en Niza el año pasado, las medidas de seguridad se han incrementado visiblemente. Existen detectores de metales en las puertas de ingreso al edificio donde se hallan los cines y los controles se asemejan a los de un aeropuerto.

En ese contexto, la proyección de la película de apertura tuvo lugar con un atraso de 10 minutos (retardo bastante poco habitual fuera de las funciones de gala), seguramente por el tiempo que llevan los controles. La parte positiva es que esta vez se eligió para la campana de largada algo que efectivamente tiene algún valor cinematográfico y no una excusa cualquiera para decir lo que Cannes piensa sobre el mundo o sobre cómo está acomodándose en el momento en torno al negocio mundial. Esa película es Les fantomes d’Ismaël, de Arnaud Desplechin. Aun tratándose posiblemente de una de sus realizaciones menos logradas, el director de Reyes y reina, El primer año del resto de nuestras vidas y Tres recuerdos de mi juventud, es un director con una mirada propia y muchas ideas sobre el cine y sobre la vida. En su habitual lógica acumulativa, en ese torbellino que nos encanta y por momentos nos abruma, entran las historias de espías, la de la mujer que vuelve de entre los muertos y la del cine dentro del cine. Mathieu Amalric es el director de cine en pareja con Charlotte Gainsbourg sorprendido por el regreso de su mujer, desaparecida (y dada por muerta) hace 21 años. La conexión con Vértigo de Hitchcock puede tentarnos tanto cómo pensar en cuánto de alter ego tiene el personaje que encarna Amalric. Sin embargo, esos posibles acercamientos no agotan una película que de tan ágil y expansiva por momentos pierde el rumbo. No falta por allí alguna referencia a Jackson Pollock (en el film dentro del film, en el que el alter ego parece ser Louis Garrel) que en modo alguno parece gratuita. Y esto es así no sólo por la difícil vida que tuvo el pintor sino por el modo en el que el azar, la disgresión y el capricho toman por asalto la narración. La sensación es la de que la película terminó de montarse con cierto apuro; que allí está el germen de una mejor versión de algo que así y todo (expresionismo abstracto o no) es muy interesante. No deja de llamar la atención el hecho de que hoy mismo se estrena en algunas salas de Francia una versión de 130 minutos cuando la que se proyectó en el festival tiene 114 (que será la que se distribuirá en todo el mundo). ¿Estará en esos 16 minutos aquello que no permite que la película que vimos funcione del todo?

En momentos en los que el conflicto relacionado con la proyección de películas que sólo se verán en Netflix en el festival llevó a la modificación de las reglas de la muestra a partir de 2018, este estreno en simultáneo de una versión distinta (y más restringida para el Festival,  a diferencia de lo que sucedió con Carlos de Olivier Assayas, hace algunos años) aparece como la contracara perfecta de una realidad que cada día se muestra más rebelde y distante frente a las normas de un evento con formalidades propias del siglo pasado.

Y si de antiguallas hablamos, el propio hecho de que en el día de inicio se lleven a cabo tan pocas proyecciones, cuando a partir de mañana habría que multiplicarse por 3 ó 4 para cubrir todo lo bueno (o que pinta serlo) que hay para ver, habla de la necesidad de re-pensar algunas cosas. Eso es lo que no hace Vanessa Redgrave en la arcaica Sea sorrow al acercarse a la situación de los refugiados y migrantes. Nadie puede dudar de la coherencia y honestidad de la actriz que aquí debuta como directora. En términos políticos eso debe reconocerse, y la película tiene algunas buenas ideas (la de ver el conflicto como algo que atraviesa la historia de la humanidad, no como algo reciente; la de cruzar el documental con textos de Shakespeare, actuados o leídos por actores y políticos). El asunto es que, cinematográficamente, el documental tiene la misma creatividad que un informe de un canal de noticias. No basta con las buenas intenciones.

 

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