Graduación

Por Federico Karstulovich

Graduación (Bacalaureat)
Rumania-Francia, 2016, 127′
Dirigida por Cristian Mungiu.
Con Adrian Titieni, Maria-Victoria Dragus, Lia Bugnar, Malina Manovici y Vlad Ivanov.

El dorado encanto de la sordidez

Por Sebastián Rosal

Hace pocos años Bafici proyectó Autobiografía de Nicolae Ceausescu, la imprescindible película del rumano Andrei Ujica, una de las grandes obras en lo que va del milenio (decirlo así suena pomposo, pero es irresistible, y de momento y con el siglo XXI en pañales no deja de ser aplicable). Allí, a través de la intervención en el montaje y en el sonido original de esas más de tres horas de imágenes oficiales producidas durante las dos décadas y media de ejercicio y abuso del poder por parte del dictador que le daba nombre a la película, quedaba claro de qué manera el cine había podido ser una herramienta fundamental en la construcción tanto de ese y otros dislates, como de la historia del siglo XX en general. Ahora, a la vuelta de la esquina de los hechos en aquel país y del desarrollo de su cine, también es válido pensar que alrededor del film de Ujica orbitan como en una constelación el resto de las películas del llamado Nuevo Cine Rumano, esas obras que tímidamente a comienzos del nuevo milenio y con más fuerza a partir del año 2005 ó 2006 (digamos, a partir de La muerte del señor Lazarescu, de Cristi Puiu) tomaron el cielo cinematográfico por asalto –una de esas tantas new waves que brillan con un fulgor extremo cuando aparecen y que después lánguida y fatalmente terminan muriendo y apenas si perviven en la obra de directores aislados.

Poco importa, de todos modos, que muchas de las películas de la nueva ola fueran anteriores a la película de Ujica. Es que más allá de esa inconsistencia cronológica, en la Autobiografía… algo se asoma por detrás de todo ese entramado compuesto de discursos repetidos hasta la exasperación, de inevitables coreografías fastuosas y obsesivas en cada acto de Estado, y ese algo es la condición inicial para que las otras películas existan, una especie de puerta de entrada anterior o retroactiva, según el caso. Aquello que el film de Ujica instala es un tema, o con mayor precisión un clima, oscuro, opresivo, que atravesará de manera más o menos ostensible, de forma más o menos explícita, la obra de toda una generación de jóvenes cineastas posteriores, dándole una coherencia y una organicidad inusuales. En ese ambiente la presencia de un poder absoluto, ya sea palpable o implícito, la delación, la desconfianza, los mecanismos de convivencia social atravesados por alguna forma de violencia son moneda corriente.

En ese sentido, la Autobiografía… no parece ser sólo un ejercicio refinado e inteligente a través del cual se apela a la memoria y se desenmascara un mecanismo grosero de manipulación de lo cotidiano; ni un racconto histórico de cómo y porqué todas esas películas expresan insistentemente esa constante desesperanza absoluta, esa apatía y resignación frente al presente y el futuro del país, esa sensación agobiante de que es imposible cambiar las cosas, como si la sombra extensa proyectada por Ceausescu hubiera instalado ese pegajoso determinismo sobre todo un país. En ella lo que se desentraña es el origen preciso y la evolución sigilosa de toda esa maquinaria de control y represión que, a pesar de la caída del régimen, en el universo de los films posteriores parece no haber cedido su influencia, apenas haber adoptado un cambio de forma. Como si el corolario a la espiral de extrema violencia que significó el fusilamiento del viejo dictador y su odiada esposa Elena, visto por televisión ante el regocijo general, hubiera abierto definitivamente algunas puertas que nunca fueron vueltas a cerrar.

Si esa atmósfera aglutina al cine rumano, sus películas también adhieren, casi como en un bloque monolítico, a un realismo extremo e intransigente. Hay un gusto constante por los largos planos fijos y por las resoluciones dentro del cuadro, tanto como por un registro casi documental de los pequeños actos diarios, en un universo que suele circunscribirse casi exclusivamente a una desencantada clase media urbana que parece naufragar por todo y desde siempre. De manera notable, en estas películas no hay ni ricos, ni pobres, y las pequeñas ventajas que alguno pueda exhibir llegan normalmente a través de prebendas de origen dudoso, muchas veces herencia directa de las gozadas durante el régimen comunista. Todo ese mundo, a su vez, está sustentado principalmente en unas actuaciones de un nivel extraordinario, y en tal sentido no es exagerado decir que los actores rumanos, una especie de troupe que se repite de película en película, son en este registro los mejores del mundo.
Pero aunque la solvencia y el rigor técnico parecen estar consolidados y ratificarse recurrentemente, es conveniente poner las cosas en su lugar, en particular alrededor de la figura de Cristian Mungiu, quien hace ya una década supo ganar un desmedido prestigio y una fama mal habida con 4 meses, 3 semanas, 2 días, un drama recargado y manipulador con el aborto en épocas de Ceausescu como tema, que supo ganar, previsiblemente, trofeos en varios festivales, incluido el premio mayor en Cannes (se sabe que nada más efectivo que la sordidez para volverse con una estatuilla a casa). Aunque todo lo dicho hasta ahora sobre el cine rumano podría aplicarse al director de Graduación, no todos los árboles hacen un bosque, y lo cierto es que Mungiu nunca pudo acercarse a la obsesión perfeccionista de Puiu y su fisicidad coreográfica (en la mencionada La muerte del señor Lazarescu, en Sierranevada y en especial en Aurora, su obra cumbre y tal vez una de las películas más opacas de la historia); ni alcanzar la precisión quirúrgica de Corneliu Porumboiu (para corroborarlo ver Policía, adjetivo, un policial extraordinario en el que las armas son reemplazadas por contiendas dialécticas alrededor de un diccionario); ni siquiera rozar el humanismo contenido de Radu Muntean (en El vecino, pero en especial en El martes después de Navidad, en el que es capaz de retratar todo el proceso de un divorcio doloroso sin cargar nunca las tintas sobre sus personajes).

En el último largometraje de Mungiu las cosas parecieran no ser tan extremas, pero tampoco están tan lejos. Un médico prestigioso de una pequeña ciudad del interior rumano vive obsesionado por la posibilidad de que su hija gane una beca para ir a estudiar a una universidad en Inglaterra. Está claro que de esa manera proyecta todas sus frustraciones, en particular el haberse quedado en Rumania después de haber creído, junto a su esposa, que con la caída del régimen las cosas iban a cambiar. Todo se complica cuando el día anterior al examen definitorio de su hija, aquel que podría terminar de otorgarle la beca, ésta sufre un intento de violación. A partir de allí, la sucesión de cataclismos en la vida del pobre Romeo parece no tener fin: problemas con su esposa, su amante, el hijo de su amante, su propia hija, el novio de su hija, el supervisor educativo de su región, el jefe de policía, el padrino político del pueblo, un par de detectives de la policía… Como para confirmar esa especie de fatalismo inexorable, tampoco se salvan los vidrios de su casa ni los de su auto sin que puedas saberse finalmente quién es el responsable. El principal problema es que de las complicaciones tampoco está exento el espectador, porque en tanto los desastres se acumulan el relato pierde consistencia, se va deshilachando a medida que avanza, tanto que la falta de confianza en las meras acciones hace que cada tanto algún discurso solemne puesto en boca de los personajes se encargue de aclarar las cosas y, previsiblemente, de poner a fojas cero las coordenadas morales. Mungiu vuelve a demostrar que el suyo es un cine pesado, insidioso, que descree absolutamente en el espectador, aunque hay que admitir que tiene su lógica, ya que no podía esperarse menos de alguien que descree absolutamente del mundo y de los seres que lo habitan. Los hechos confirman cualquier duda sobre algunas modas: el premio a mejor director en la última edición de Cannes le fue entregado al rumano por esta película.

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