Mar del Plata 2018 – Diario de festival (6)

Por Sebastián Santillán

Como un avión estrellado

Por Sebastián Santillán 

La nostalgia, ese sentimiento tan noble como ineludible, puede transformarse en un estadío de parálisis si se la adopta como actitud sistémica hacia la vida. Encerrarse en la creencia que todo pasado siempre fue mejor es el camino más fácil para eludir los desafíos del presente, siempre provisorio, siempre efímero, siempre complejo. Desde su primer largometraje, Nadar solo(2003), Ezequiel Acuña tuvo a la nostalgia como elemento constitutivo de su cine. Los mejores momentos de sus películas fueron aquellos en que el cineasta lograba dar vuelo cinematográfico a las historias de sus conflictuados personajes, seres desvalidos atrapados en las frustraciones de lo no alcanzado. A contramano de la supuesta épica de su tiempo, las problemáticas de sus personajes se reducían a los pequeños conflictos de la clave media acomodada: el amor, el desamor y los recuerdos. La virtud de Acuña fue la de mantenerse fiel a sí mismo, a una sensibilidad tan sincera como a destiempo. Pero la nostalgia, esa sutil trampa pergeñada por un implacable dios pagano llamado Tiempo, es un laberinto del cual es muy difícil salir una vez adentro. Lamentablemente La migración, nuevo largometraje de Ezequiel Acuña, es una víctima más del encierro nostálgico.

Suerte de continuación de La vida de alguien(2014), la película nos presenta a Guillermo (Santiago Pedrero), el típico adolescente eterno del universo de Acuña, que viaja a Lima a intentar localizar a su amigo de la adolescencia, Nico, a quien no ve desde hace mucho tiempo. De arranque la película nos desafía en el pacto con el verosímil: cuesta encontrarle lógica a que Guillermo viaje a otro país, a una ciudad de más de ocho millones de habitantes a buscar a una persona de la que no conoce su paradero, y que uno asumiría que no tiene demasiado interés en ser localizado si durante años no mantuvo diálogo. Esas dudosas decisiones de guion atravesarán toda la película, obligando al espectador a tener que adoptar una actitud piadosa ante los desvaríos argumentales.

Uno de los momentos más incómodos de la película se da en una escena en que Guillermo persigue (¡en un cementerio!) a Sofía, una adolescente presumiblemente menor de edad, en una actitud propia de un stalker. El destiempo de la mirada de Acuña está en plantear esa escena como un acto de seducción, como si los debates contemporáneos (en Argentina, en Lima y en todo el mundo) sobre las formas de relación entre las personas no existiesen. Sería un exceso leer esos momentos como posturas del realizador contra la hipercorrección política de estos tiempos, más bien parecen ser posturas de alguien anclado en el tiempo.

Si la película no llega al desastre total es porque los personajes peruanos le aportan una calidez que merecía un mejor vehículo. La relajada cordialidad de los personajes peruanos funciona como contrapeso de la insoportable intrascendencia de la nostalgia de Guillermo. Acuña se percata de la vitalidad de esos jóvenes, pero no se atreve a dar el paso de sacarlos del segundo plano.

Atiborrada de forzados ralentis, La migración parece ser la obra de alguien perdido, que apenas atina a repetir los mismos trucos de siempre. Pero incluso los laberintos que parecen infranqueables, como los de la nostalgia, tienen una salida: por arriba, por lo no explorado, lo nuevo. El gran desafío por delante para Acuña como cineasta va a ser intentar creer que el presente es posible.

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