Mirai: Mi pequeña hermana

Por Gabriel Santiago Suede

Mirai
Japón, 2018, 98′
Dirigida por Mamoru Hosoda

Los trabajos y los días

El cine de Hosoda no es simplemente, como nos vienen diciendo hace rato, el cine del heredero de Miyazaki (tantas veces lo mataron, tantas veces se murió que a su propio entierro fue), sino un cine con identidad propia, con un perfil definido. Con temas y obsesiones recurrentes que lo acercan a otros directores incluso antes que a Miyazaki. En Hosoda hay una suerte de encuentro entre el realismo y sus convenciones y las formas del delirio, que casi siempre aparecen supeditadas a la construcción de un punto de vista, que hasta cierta medida las puede relativizar. Pero en todo caso eso sería lo que menos importa. Y esto se debe a que en el cine de Hosoda esa tensión nunca es un verdadero duelo entre perspectivas de mundo. El mundo del director no es el del fantástico y su ambigüedad (algo que si sucede en el cine de Miyazaki, su maestro), sino que es el del encuentro entre las formas y cadencias de la fantasía penetrando las convenciones del realismo doméstico más inmediato (en todo caso ahí está Ozu y toda la tradición de los dramas domésticos y familiares del cine japonés de postguerra).

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En el cine de Hosoda lo que importa es cómo ese mundo cotidiano se puede convertir en aventura. Cómo la convivencia con los padres bajo un techo limitado o cómo las limitaciones laborales pueden afectar la vida cotidiana de las familias. No hay, en su cine, una suspensión de la incredulidad, sino una reformulación de lo cotidiano. Por eso su cine es pletórico en detalles aparentemente banales, pero que funcionan como indicios de lo que está por venir. Y es que en alguna medida (ojo, esto no quiere decir que estemos ante un director de metáforas) ese mundo cotidiano de experiencias de clase media contiene en su interior las posibilidades de un mundo extremo (y externo) de aventuras pero reducido a la más pequeña expresión. Por eso lo que vemos en una película como Mirai, mi pequeña hermana no es ningún salto a la tierra de Oz sino el redescubrimiento del propio espacio. Intentaré explicarlo con un caso personal. Hace muchos años, cada tanto, los fines de semana, mis viejos solían dejarme en casa de mis abuelos los viernes o los sábados para que al día siguiente pasaran a almorzar y buscarme. A veces estaba un día, a veces dos (lo que estimo que era también un descanso para mis padres de mi presencia todoterreno). La cuestión es que en la casa de los abuelos no había nada muy interesante para hacer excepto leer, jugar a la pelota solo en la terraza y mirar la tele. En su vieja casa obrera en Pompeya, a pocas cuadras del puente Alsina, ahí cerquita del Riachuelo, no había demasiado para hacer. No obstante siempre que fuera posible yo le encontraba la vuelta. Por lo general ese aburrimiento me agarraba de noche, cuando mis abuelos dormían (normalmente despertaban muy temprano, por la mañana). En esas noches de insomnio transitorio encontraba materiales para jugar en la habitación que dormía. Y como todo chico convertía a esos materiales en juguetes: un viejo piloto colgado en el placard, un pequeño busto conmemoratorio, un lapicero, un tablero de ajedrez viejo. Todos esos materiales dispersos se convertían, al menos temporalmente, en mundos expandidos. Eran, como todo juego, instrumentos con un contrato limitado de tiempo. Bueno, eso mismo es lo que opera en el cine de Hosoda: contratos limitados de juego para atravesar realidades circundantes que pueden volverse insoportables.

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En esta película el punto de vista y la realidad insoportable corre por cuenta de Kun, el niño protagonista, cuyo mundo comienza a derribarse cuando sus padres traen a casa a su hermanita, por lo que el reino del hijo único se deshace en pedazos. Frente a tamaña irritación Hosoda activa todas las alarmas de la huída, ya que Kun comienza a tomar conciencia de haber perdido el centro de atención en esa familia. De esa manera, el jardín interno de la casa activa, de un momento para otro, ese mundo paralelo y salvador, en el cual el protagonista pueda arrastrar a todas y cada una de las conexiones que lo vinculen a la casa. Y en ese mundo buscará explicaciones sobre todo aquello que lo apabulla. En todo caso el talento de Hosoda pasa porque nunca logra facilitar la metáfora como recurso. Por lo tanto no podemos asegurar tampoco que estemos frente a una gran figura de elaboración psicoanalítica del duelo de crecimiento. Hasta me atrevo a decir que es insultante pensarlo de esa forma. En todo caso, como mencionaba previamente, la tensión entre mundos nunca es tal, nunca es concreta y definitiva. En todo caso lo que vemos activada es una porosidad entre ambos, que parece ser el terreno en el que el director se siente más cómodo. De hecho cuando se asienta plenamente en el mundo paralelo al cotidiano incluso se perciben recursos que no terminan de cerrar en relación al verosímil que construímos con el punto de vista de Kun. Más específicamente, hay una segunda mitad de la película en la que prima el componente del delirio y que en ese caso si nos vincula al mundo de Miyazaki y menos al de Hosoda. Pero no es el caso de toda la película ya que, oportunamente, el director logra traernos de vuelta, siempre mediando ese pasadizo perfecto que es el jardín interno de la casa, que es como bien dijimos, una puerta abierta al mundo.

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El retorno, o mejor dicho, los retornos, de ese mundo siempre aparecen cargados de información, precisamente porque en esos mundos paralelos Aun logra viajar al pasado y al futuro, revisando así la historia familiar (la de sus abuelos y bisabuelos, la de su madre pero también hacia el futuro la de su propia hermana y la suya). Esos retornos al mundo de las convenciones del realismo de clase media son, por lo pronto, una expansión y consolidación de la experiencia previa. Por eso las escenas más conmovedoras, las más empáticas, suceden en este mundo, de este lado. En esos actos pequeños hay un pequeño salto para los padres pero una gran revelación para el niño. Esa decisión es justamente la que logra que el mundo cotidiano nunca se convierta en un hecho mínimo sino que magnifique toda la experiencia previa del “mundo exterior”. Quizás la escena más conmovedora en este sentido (junto al final) sea la del aprendizaje a andar en bicicleta. Ese aprendizaje que se produce en el mundo real arrastra toda una historia previa de reconocimiento del lugar en la propia familia a partir de una aventura consumada junto a un bisabuelo en el pasado. El retorno, entonces, logra conmover con muy pocos materiales. Ese es, si lo pensamos, acaso el gran secreto del cine de Mamoru Hosoda: lograr invertir la experiencia. O en todo caso convertir la experiencia del crecimiento en una aventura conmovedora.

Fotograma De La Pelicula Mirai

La discreción del director, por lo pronto, es también la de la puesta en escena. Hosoda no precisa de grandes dispositivos narrativos ni de manierismos formales. En general trabaja con planos con poca profundidad, con poco movimiento y con un eje puesto en la fluidez narrativa. Es, siempre y cuando describa mundos realistas, un director clásico en sus recursos. Pero al mismo tiempo su cine siempre llena los cuadros de información, anticipando la aventura que está por venir y que acaso no supimos ver adecuadamente. En esa decisión hay también una ética humanista y elegante a la vez: el mundo está ahí esperando para que aprendamos. Solo hay que aprender a ver y dar el salto.

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