#Polémica: Ad Astra (a favor)

Por Tomás Carretto

Ad Astra: Hacia las estrellas (Ad Astra)
EE.UU.,2019, 124′
Dirigida por James Gray.
Con Brad Pitt, Tommy Lee Jones, Liv Tyler, Donald Sutherland, Ruth Negga, John Ortiz, Loren Dean y Kimberly Elise.

Por el áspero sendero, a las estrellas

Por Tomás Carretto

For here,
am I sitting in a tin can,
far above the world.
Planet earth is blue
and there’s nothing I can do

David Bowie, Space Oddity

Se estrena la última película de Gray (la tercera de la trilogía del viaje: El inmigrante (2013) y La ciudad perdida de Z (2016), donde cada una es cómo la hipérbole de la anterior) y un amigo me manda un mensaje: “Demoledora Ad Astra, Brad Pitt va a buscar a su padre ¡a los confines del universo!”. Para aquellos que venimos siguiendo su carrera sabemos que James Gray es un realizador único, cine de autor del bueno, dueño de un estilo personalísimo que combina un sublime sentido del realismo (en el sentido que valoraba André Bazin: “El cine alcanza su plenitud al ser el arte de lo real”), sentido realista que convierte sus puestas en escena en un espectáculo para los sentidos, un culto riguroso y una confianza enorme en los géneros (justo cuando estos están sometidos a una muy cruenta remisión tanto en lo que se refiere a la pobreza de la oferta, como a la cada vez mas limitada autoconciencia de los realizadores que copian sin entender (como esos futbolistas que imitan los trucos y firuletes pero no comprenden la naturaleza y los secretos del juego)) y un desprecio por parte de los productores que ven en el género el velo dilatorio que cubre “la máquina de hacer dinero”, la pornografía visual que no están dispuestos a resignar para forrarse en grande. Sumémosle a su lista de meritos una honestidad y una delicadeza para plantear una mirada de mundo a corazón abierto (a lo Renoir, a lo Demy, a lo Mizoguchi) y que hace por ejemplo que uno pueda estar aquí escribiendo sobre su cine con total amplitud, saltando de un film a otro, trayendo ejemplos de aquí y allá haciendo notar su enorme coherencia tanto temática como estética y estilística.

El de James Gray es un cine de orfebre que no admite impostores. Y esa frase de mi amigo revela un poco ese afecto por el cine puro de Gray que encandila desde la propia premisa juguetona. Gray es un tipo que sabe dónde está el cine y lo lleva adelante con celo de artesano. Por eso volvemos a Bazín, quien seguramente se hubiera servido de los filmes de Gray para decir “esto es el cine” o Godard (otro que conocía los resortes bazinianos) cuando lo decía de Johnny Guitar. Si uno compara el film de Ray con los otros westerns de su época posiblemente encuentre esa búsqueda personal que Gray (y Ray haciendo uso del juego de palabras) hacían con respecto a los otros films de género. ¿Transgrede el horizonte de expectativas del género? Sí, es cierto. Y por eso las muchas críticas desencantadas que ven más un melodrama que una película “en y sobre el espacio exterior”. Pero el propio Gray lo dice: “no hago películas para la satisfacción inmediata”. Cualquiera que vea hoy Johnny Guitar, o algunas de las películas de Gray entiende esta afirmación del neoyorquino. No son películas museo tampoco. Porque el cine no nació para ser museo ni para la contemplación extática de lo solemne. El cine es (mirada de) mundo, es asociación de ideas, ideas que se reactivan y se asocian unas de otras, y que van estableciendo una comunicación intima con el espectador. “Prefiero que la gente asimile mis películas poco a poco” dice JG.

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“Cine de acción seca, trepidante, que lo va envolviendo todo con sus dilemas morales, su humanismo desencantado, al tiempo que acosa la suerte de los personajes y los incita a actuar” escribimos alguna vez aquí para hablar de una de las obras maestras graycianas, Los dueños de la noche. Y ese molde que se repite película a película desde Little Odessa (su primer film) a esta “Per aspera ad Astra” (abreviado como Ad Astra por razones comerciales) que desde su génesis tuvo a El corazón de las tinieblas de Conrad como su inspiración. 

Como maestro del realismo que es, Gray recuerda un poco a Flaubert, por la hermosura de su escritura y la peculiaridad de su obra: “un libro sobre la nada unido por la fuerza intensa del estilo”. Ese realismo cimenta su poética en dos pilares, uno formal (desde la puesta en escena): la forma celosa en que Gray coloca la cámara, sus ajustados primeros planos, sus decisiones a la hora de filmar las secuencias de acción (algunas ya canónicas), la distancia en la que coloca al observador (espectador) en un punto que sabe nutrirse de todas las experiencias previas, de la mirada clásica, de la manierista, y de la moderna. Gray es un poco todo eso a la vez. Y usando ese manejo de lo ecléctico para su provecho según lo que quiera filmar. Eso también desorienta. Desorienta a pesar de que la fuerza narrativa de Gray y su aprecio por el detalle (como Flaubert) convierte su cine en un arte escandalosamente detallista y dependente del verosímil del espacio escénico, aún cuando como acá se sacuden los principios más remotos de la física en lo que hace a la conquista del espacio.

El otro realismo, es un realismo un poco tortuoso, un poco desencantado, que también habita los films de Gray con respecto a su mirada de mundo: “cuyas criaturas están movidas por una ilusión de amor, redención, ascenso o respeto social o para reparar algún deshonor. Un hijo pródigo (Bobby Green -decíamos esto a partir de Los dueños de la noche– ) que busca redimirse de sus excesos y errores del pasado. Una obligación alienante de reparar aquello, un realismo tortuoso y milimétrico, una cinefilia galopante y vital (en vez de esas cinefilias de museo), un estilo manierista resguardado con profundo celo. Esa parábola del hijo prodigo aquí como en La ciudad perdida de Z (2016) está subvertida y sujeta a una conversación interesante entre films. Percy Fawcett iba de expedición a los confines desconocidos de la tierra (el Amazonas) para escapar de la mala fama de su padre (un alcohólico y apostador) y hacerse de un prestigio como soldado y político en la Gran Bretaña victoriana. En Ad Astra Roy Mac Bride en lugar de ese progenitor vergonzante, tiene que cargar con la sombra de un padre héroe (Clifford McBride, el primer astronauta que llegó a Neptuno) y abandonico (“existe un momento en las separaciones que la persona amada ya no está con nosotros” ese parece ser el estadio en el que vive Roy). No hay padres perfectos en el cine de Gray. A pesar de ello y como forma para poder recuperarlo, elige seguir su camino pero desde la modestia (como astronauta –a pesar de sus cualidades y resiliencia- se lo ve más (en aquella inolvidable secuencia inicial) como un obrero en construcción que un pionero que busca fama y fortuna). Roy no busca superar la leyenda de su padre. Se topa con esta por accidente. A diferencia de otras criaturas graycianas (y a pesar de sus reproches de hijo) Roy ama a su padre sinceramente. Su padre le dice: “Sos el compañero que debí tener” como arrepintiéndose del destino elegido. Si esto surge de la imaginación de Roy u ocurrió en realidad no lo sabemos porque los ojos de Roy son nuestros ojos. Y la conciencia de Roy es nuestra conciencia. Pero de seguro esa es su máxima inspiración: ser el gran compañero de su padre. 

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Pero unida a esa relación ambivalente hay en todos los protagonistas graycianos una fuerte impronta por cumplir con el deber. Como otra forma de maldición y de sombra paterna. Y aquí Roy cuando descubre el daño que ha producido su padre, toma la determinación de hacerse cargo. De ir por él. En Gray los hijos ven en sí mismos un destino atado al del padre como maldición y condena de la que hay que salir (escapar) a como dé lugar. Por eso es que Bobby cambiaba su apellido de Grusinky a Green en We own the night, por eso Leonard en Two Lovers tenía en su habitación el poster de 2001 Odisea del espacio como anhelo de escape y fantasía, ansiando estar en cualquier lado (lo más lejos posible) de tener por destino la tintorería de su padre. 

En la Biblia poco se habla de lo que siente ese hijo pródigo. Solo se cuentan sus acciones y sus pecados. Gray nos pone bajo su óptica, bajo su mirada de mundo, nos muestra lo que piensan esos hijos desangelados. Y aquí otra de las críticas de muchos a Gray en Ad Astra (creo injustificadas) con respecto a la utilización de la voz en off, siendo que esta es una especie de dialogo con sí mismo por parte de un astronauta hundido en la más absoluta soledad ¿Es absurda? ¡Claro que no! 

“Al final, el hijo sufre los pecados del padre”. Esa obligación alienante de reparar, de torcer el destino siempre está presente. Dice la Biblia en el libro de Isaias 14:21 que los hijos heredaran los pecados del padre: “Preparad sus hijos para el matadero por la maldad de sus padres”. Ese destino parece inamovible. Por eso ese gesto de asombro de Roy cuando se transforma en su padre. Cuando comete el mismo crimen. Pero Gray como Eurípides, como maestro de la tragedia que es, sabe que tiene que cortar con esa lógica. Hay que idear un “Deus ex machina”, una “salvación de los dioses”, que permita a los hijos cortar el cordon umbilical con sus padres. Y ese deus ex machina paradójicamente aparece en forma de accidente nuclear. Accidente nuclear que le permite a Roy alcanzar la fuerza cinética para volver a la tierra. Si en Volver al Futuro (1985), otra película que usa la ciencia ficción como excusa para hablarnos de otras cosas, había que robarle el plutonio a los libios y ese viaje accidental permitía salvar a los padres (y a sí mismo). Aquí el accidente nuclear permite al hijo reconciliarse con su padre e iniciar una nueva vida. Y es que contra lo que afirman muchos el cine de Gray juega todo el tiempo con esa ambivalencia. Aún en sus criticas despiadadas pueden ser los verdugos (como en “El inmigrante”) los que se convierten en salvadores. “Dios y el diablo” en poética dualidad. 

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De todos los personajes graycianos es Roy McBride el que esta mas atado a ese destino unidireccional. No hay alternativa en Roy más que cumplir con el deber. Como Ewa Cybulska (en El Inmigrante) que sabía perfectamente que su destino era Ellis Island o ningún otro. Sin embargo aquí en AA la lucha no viene representada por el conflicto de elegir entre dos opciones: como Bobby Green en Los dueños de la noche empujado por la vida de lujos y placeres de su disco El Caribe, en desmedro a la vida despojada y ascética de su padre y de su hermano. Leonard eligiendo entre esa mujer que eligieron sus padres para su proyecto de vida (Sandra) y la mágnetica y problemática Michelle, o de Ewa en el Inmigrante en la disyuntiva de repartir su corazón entre Orlando, el ilusionista, y el mucho más terrenal y rústico, Bruno Weiss. Las opciones parecen claras pero las apariencias engañan. Hay todo una gama de paletas graycianas, que en Ad Astra encarna la lucha contra sí mismo, con la “terra incognita” de su alma humana, que en un principio parece el destino indeseable.Un “viaje interno” a la manera de la reciente biopic sobre Neil Armstrong First Man (2018) de Damien Chazelle. Quizás la disyuntiva sea aquí entre el deseo de volver a ver a su padre por parte de Roy, y el deber de cumplir una misión (que luego de su reformulación) los va a mantener alejados.Y la pulsión entre deseo y deber ya sabemos cómo decanta en Gray.  

Ese deseo irrefrenable que incluso pueden llevarlos a un estadio de locura (Michelle Rausch, Gwyneth Paltrow en Los amantes, o aquí el Percy Fawcett de Hunnam) por el que deciden abandonar todo. El deseo como motor único para encontrar la paz interior. De expiar el pasado. Pitt es aquí como un Hunnam maduro (el actor de Z). Podriamos agregar inclusive que Pitt es el primer protagonista en edad de madurez en el cine de Gray. Pero aún así sigue siendo emocionalmente un niño. Y esa la principal virtud de este Brad Pitt, el de ser un hombre maduro y un chico al mismo tiempo. En ese hombre grande que esconde sus miedos de niño. 

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La película traza un paralelismo constante con la otra gran odisea grayciana: Z como reverso de aquella. Padre e hijo deciden marchar juntos hacia su destino fatal. Pero aquí el final tiene otra vuelta de tuercaLa trazabilidad que Gray establece entre la ambición deshumanizante del Imperio Britanico decimonónico y SpaceCom, esa absurda agencia para-gubernamental del futuro. O la metáfora sobre “Operación Lima”. La ciudad peruana cerca de donde terminan los afluentes del rio Amazonia, lugar donde se desarrollaba Z. Confín del mundo grayciano como Neptuno. 

Como también de la filación entre escenas (del propio Gray) o de películas memorables. La persecución lunar con “piratas del asfalto” de aquí que remite a aquella sensacional persecución de autos bajo la lluvia kurosawaiana de Los Reyes de la Noche. O ese final con tintes de Metropolis (esa mano que al final se estrecha entre el trabajador y la corporación) . O las múltiples citas (actores incluidos: Tommy Lee Jones, Donald Sutherland, Loren Dean) a la versión más humanista, pudorosa y sensible que haya dado el cine espacial: Jinetes del Espacio (Clint Eastwood, 2000). La veta psicológica de Solaris (Andrei Tarkovski, 1972) y monolítica y umbilical de 2001 Odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968) que son como recipientes de los que se sirve Gray para poner sus ideas. El destino siempre circular del héroe. Una deliciosa Natasha Lyonne haciendo de oficial de migraciones de ¡Marte! y el hito técnico de Hoyte van Hoytema, del que se va a hablar por años. 
Lo único que queda querido James es esperar con ansías tu próximo film..

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