#PostMarDelPlata2019 – (1): O que arde

Por Federico Karstulovich

O que arde 
España, 2019, 89′
Dirigida por Oliver Laxe
Con Amador Arias y Benedicta Sánchez

No saber nada

Por Federico Karstulovich

No hay que pedirle mucho a una película que comienza, de manera hipnótica, en medio de la oscuridad, en un bosque frío y húmedo, arrasado por luces que trastocan en monstruos gigantes que arrancan los árboles de cuajo en plena noche. Los primeros siete planos del largometraje de Oliver Laxe son hipnóticos en su sentido más tradicional: nos dejan imantados, porque no podemos dejar de mirar, de recorrer la pantalla, como si descubriéramos todo otra vez. Como si se tratara de un sueño herzoguiano, lo que hace esta película al iniciar es contemplar lo habitual con ojos extraterrestres. Y a partir de esa desnaturalización perceptiva, volver a ver hasta identificar que eso que no estábamos viendo quizás era más conocido de lo que pensábamos. Trabajo cinematográfico por excelencia: descubrir el mundo a partir de la persistencia de la mirada, de la insistencia del encuadre, del desencuentro entre el ojo que ve y el ojo que toca. Y si de algo se puede acusar a O que arde es de ser una experiencia táctil, donde la rugosidad de la imagen se acaricia con el ojo y se mira con la mano.

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Como si la película deliberadamente jugara con nuestros sentidos y buscara desconectarlos de su motricidad habitual hasta hacernos pelota y escupirnos de vuelta, cuando se asoma una tentativa de narración que es más bien una excusa, un punto de partida que avanza para que nosotros seamos, como un pichicho, los giles que vayamos detrás del palito arrojado a distancia. Mientras tanto, cuando nuestras expectativas juegan con lo que va a suceder, con lo que va a pasar, con lo que las acciones piden que comprendamos, la película trama secretamente una revelación (que se agota, que no explota, pero que está ahí, pugnando por salir). Laxe trabaja por medio de disociaciones. Como una constante. Donde está la mirada no está el oído. Donde está el oído no está el tacto. Donde está el olfato no está el gusto. Y nosotros intentando armar la película como si fuera una de esas cajas de embalar en las que hay que doblar pliegues para que traben pero cada vez que ponemos uno en el borde superior otro se escapa. En ese juego del gato y el ratón vemos una historia simple, que es la historia de un regreso, de una imposible redención, de una entrega, de una inclusión negada (por el protagonista y por los demás) al mundo civil y, finalmente, de un estallido, que parece hablar más de una época que no es la que cuenta la película, como si el mundo en aquel entonces se permitiera los estallidos que el presente no habilita (o al menos no en el viejo continente). 

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La película organiza un sutil sistema de superposiciones que se desplazan en la superficie, por eso su narrativa dispersiva en menos un gesto contemporáneo que una ética para con los personajes (y su protagonista en particular). En esa superficie flotante imposible la película logra el milagro secreto de captar los momentos de una realidad en llamas (reales), a los que no les hace asco, como si también jugara a documentar. Porque en efecto la cámara de Laxe también registra acontecimientos físicos, materiales, mundanales. Son todos hechos concretos, como si en ese registro (limpiar, cocinar, construir una casa, destruirla, apagar un fuego, conducir un auto) encontrara los atributos indispensables para mirar más allá, como si en ese espectro de lo real estuviera guardada una chispa narrativa que hay que encender y que excede a lo narrado. Ese movimiento es un bazinismo puro. Pero no se trata de una de esas salidas metafísicas en donde el mundo ultraterrenal se revela en lo material. No: en este mundo ateo, materialista, la luz es luz, la madera madera, la tierra es tierra, la carne es carne. Por eso el cine de Laxe tiene esa cualidad que conecta la narración con la experimentación aguda de recorrer las superficies de lo que creíamos conocer para llegar a la conciencia de que en el fondo nunca supimos un pomo de nada.

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