Toni Erdmann

Por Sebastián Rosal

Alemania-Austria, 2016, 162′
Dirigida por Maren Ade
Con Peter Simonischek, Sandra Hüller, Ingrid Bisu, Michael Winterborn, Thomas Loipe, Trystan Pütter

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Dos grupos de ideas conforman y atraviesan Toni Erdmann. Las cinematográficas dan cuenta de una película sobria, refinada a pesar de su sequedad, de la cámara en mano y el registro casi documental. A eso se le suma la nobleza y el respeto con los que Ade trata a los dos personajes principales, así como más de un momento resueltos con ingenio y elegancia. Al mismo tiempo todo eso se asienta en un par de conceptos que anteceden a la propia película y que dan cuenta de una determinada forma de ver el mundo, de ideas simplificadoras y maniqueas que dibujan sobre la actualidad un trazo tan grueso como tranquilizador, capaces de sobrepasar todos los tests de corrección política. Dicha idea dice que en este mundo de intereses globalizados e interconectados hay malos y buenos, y que es muy fácil detectarlos. De un lado multinacionales, consultoras, ejecutivos, pisos minimalistas y fiestas sofisticadas. Del otro, sencillamente, el pueblo. O la visión idealizada de éste, con su bondad intrínseca y sus sencillos placeres diarios. También es cierto que aquí la maldad o la bondad de unos y otros tienen menos una expresión ética declamada que una resolución en acciones concretas y cotidianas.

Dicho de otra manera: el asunto aquí no es tanto que los malos proclamen su maldad, ni siquiera que realicen sus fechorías (aunque las planeen), sino que llevan una vida en el fondo miserable entre cócteles, limousines, masajes y cocaína. Y que frente a esto, la verdadera sabiduría de vivir radica en detectar cada uno de esos momentos en apariencia intrascendentes que conforman cualquier existencia, previéndolos como una especie de inversión que garantizarían felices recuerdos futuros, tal como se explicita hacia el final. Esta idea general no es la única, o en todo caso es la principal y de allí se deriva otra, y entre ambas van orientando el accionar de Inés y Winfried, la pareja de padre e hija que conforman el centro absoluto de la historia. Esta idea subsidiaria indica que no hay nada mejor que la familia. Nada que confirmar o desmentir frente a una afirmación así, en todo caso marcar su conservadurismo, y considerar que la película dirige todo hacia ella porque en ese mundo barnizado y vacío, de puras apariencias, no habría lugar para nada que no sea algún interés material y espurio.
Como toda simplificación, para poder sostenerse necesita de arquetipos. Para eso están Inés, la joven consultora alemana, cuya vida laboral y personal en la Bucarest en la que reside se reduce a implementar esos conocidos recortes (o “reestructuraciones”, o “externalización”, pónganle el nombre que quieran) que terminarán indefectiblemente con gente en la calle. Mientras se encarga de esos menesteres, la vida de Inés se consume entre presiones varias y constantes en su trabajo, a las que las recepciones en embajadas y las sesiones en spa costeadas por la empresa apenas si consiguen hacerlas olvidar por un rato. Cuando Winfried llega de improviso desde Alemania a visitarla, su mundo seguro e infeliz entra en crisis. Y es que el padre es la contraparte absoluta de su hija. Maestro de música en una escuela, actor consumado, irreverente y anárquico, no solo dinamita la aparente tranquilidad de su hija, sino que es capaz de insertarse en su mundo laboral y sus relaciones personales (que aparentan ser prácticamente lo mismo) con total facilidad. Esos momentos en particular, en los que el viejo Winni despliega un glamour desmañado y bizarro, son los mejores de la película.

Es cierto que la película privilegia la relación entre padre e hija por sobre los comentarios sociales o económicos. Pero que no cargue las tintas sobre éstos no implica que no estén presentes, y que no extiendan su sombra sobre todo. Un ejemplo es la escena en la que Inés hace una presentación clave frente a su jefe y su cliente en la que expone los posibles pasos a seguir en la reestructuración, y una vez terminada observa desde la ventana de su oficina el vecindario humilde que rodea al edificio. Ese tipo de manipulación no es la única. Otro ejemplo es la escena del cumpleaños de Inés, hacia el final de la película. A esas alturas, la acción constante de su padre ya se había encargado de sacudir todos los cimientos de su vida. El cierre de un vestido atascado a ultimísimo momento hace el resto, y de allí a una fiesta incómoda en la que se invita a los participantes a desnudarse hay un solo paso.
La planificación de la escena es irreprochable, y tiene un encanto genuino: los personajes se suceden, van ingresando o se niegan a hacerlo, el tempo es perfecto en su extrañeza, el pase de comedia funciona con fluidez. Pero en el fondo la idea en la que se basa ese momento es tan cándida como difícil de sostener y al igual que la fábula del rey y la niña, iguala la desnudez del cuerpo con alguna forma de renovada pureza e inocencia, con algún tipo de gesto de liberación al que solo Inés está en condiciones de arribar. Los únicos que finalmente acceden a la invitación son su asistente, demasiado joven y sumisa; y su jefe, que interesado en esa joven ve la chance de tenerla desnuda frente a él. Es la enésima condena disimulada a sus compañeros de trabajo, y siempre por el mismo pecado de origen. Desnuda, Toni Erdmann nunca termina de decidirse entre la posible riqueza y las contradicciones del mundo y la carga silenciosa pero insistente del (viejo y querido) mensaje (que, como quería Hitchcock, es cosa de mensajeros).

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