The Keepers

Por Federico Karstulovich

The Keepers
EE.UU., 2017, 7 capítulos de 60′
Creada por Ryan White

Nadie nada nunca

Por Federico Karstulovich

La cultura estadounidense es asombrosa. No necesariamente buena o mala. Asombrosa. Uno de los posibles motivos de esa cualidad es la de ser rica en matices y variantes. Y en abrazarlos con todas sus contradicciones. De hecho, en los límites de ese país extenso, se suceden pesadillas inenarrables, agujeros sin fondo de perversión humana y una serie infinita de horrores de los que nos enteramos a cuentagotas, aunque con la canilla cada vez un poco más abierta. Lo que me resulta maravilloso es que la humanidad, en todas las culturas, cuenta con una diversidad de casos rica y múltiple de ejemplos de eso que llamamos el mal (no el metafísico, sino el mal como práctica perversa y cotidiana que consiste en joderle la vida a la gente adrede). Pero el doble estándar nos tranquiliza señalando el dedo hacia el país al norte del río Grande, como si los espantos que nos llegan de esas tierras no tuvieran lugar en otras parte del mundo.

Me permitiré una digresión: no recuerdo nada parecido al cine político estadounidense, ni a las series de ficción, documentales o híbridas en nuestro país. Nadie que se haya sentado a pergeñar una docuficción sobre la Masacre de Ezeiza, sobre la Operación Traviata, sobre la trama del armado del Mundial 78, sobre la figura de Guillermo Patricio Kelly, sobre el secuestro a Born, sobre la influencia de Lopez Rega durante el exilio de Perón, sobre el armado de las primeras guerrillas guevaristas en los 60s, sobre el destino de los grupos de tareas y torturadores de la dictadura y su relación con los secuestros extensivos en los 80s, 90s y fundamentalmente tras la crisis del 2001, sobre el rol de algunos dirigentes sindicales durante los setentas (pienso en Lorenzo Miguel), sobre la trama de complicidades y entregas de militantes de parte de los cabecillas de Montoneros en la contraofensiva de 1979, sobre la transformación pública de personajes siniestros como Galimberti, sobre la trama política de apoyos a la guerra de Malvinas, sobre las amenazas e imposibilidades de llevar adelante el Juicio a las juntas en 1985, sobre las extorsiones en los levantamientos armados durante Semana Santa en 1987, sobre la trama del golpe contra Raul Alfonsín en 1989, sobre la relación entre los gobiernos provinciales con características feudales y el tráfico de drogas y personas en Argentina en las últimas dos décadas.

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Y eso es apenas la punta de un iceberg de historias que forman parte del orden público de la vida política argentina. Imagínense lo que puede ser el universo de historias privadas que tenemos. Pero no, nosotros no nos enteramos de casi nada, porque a diferencia de ese país al que todos aman odiar, aquí no tenemos ni remotamente el mínimo de valentía para asomarnos al abismo. En ese contexto, en el que las ficciones, documentales, o lo que fuera no se atreven a abismarse, cuando vemos horrores como los que cuenta The keepers nuestra primer reacción es susurrar: “Qué país enfermo!” Bueno, Baltimore, centro geográfico de la historia narrada es lisa y llanamente, un infierno de silencios y complicidades. Lo que uno se pregunta es: si nos enteramos esta historia privada que proviene de un país con enorme tendencia a esconder su historia pública y privada (pero a la vez siendo una cultura con un notable gusto por el exhibicionismo, como toda cultura protestante), de qué clase de historias nos estaremos perdiendo localmente? En Argentina, seguramente, de la gran mayoría. Por eso seguimos llorando tragedias pasadas sin poder vislumbrar los horrores presentes, como si en el fondo no quisiéramos/pudiéramos ver. Seguimos encerrados en la trampa del monstruo argentino, que no permite abrazar todo lo horrible que fuimos, somos y podemos ser como país. Preferible el buenismo,  la credulidad de asumirse como una sociedad solidaria que hace donaciones para Juan Carr antes que mirar el centro mismo de la violencia que nos descompone diariamente. Pero bueno, es pedir demasiado en una tierra amnésica. Fin de la digresión.

The Keepers Quien Mato A La Joven Monja Catherine

En cierta medida el cuento que cuenta The keepers podría pensarse como la contracara exacta de esa otra pesadilla convertida en serie documental llamada Making a murderer (sobre la que hablé aquí). Digo contracara porque lo que contaba aquella era la historia de como el sistema judicial puede construir culpables y armar un verdadero proceso kafkiano del cual no hay salida, mientras que lo que sucede en The keepers invierte la ecuación al narrar la historia de múltiples crímenes (que mezclan asesinatos, violaciones, abusos de poder de distinto tipo, incluyendo a políticos, policías, curas…y adolescentes de un colegio cristiano) sin una sola condena, sin nadie tras las rejas, con los responsables bajo tierra (por causas biológicas) pero con la sensación de impunidad a flor de piel (perdón por la insistencia: en Argentina tenemos un master en impunidad judicial y en casos sin resolución, por eso quizás nos resulte menos extraño). Ambas pueden componer un cuadro perfecto de los límites del sistema. No necesariamente el fracaso del mismo, pero cuando menos de los problemas que le son inherentes incluso en democracias más avanzadas que la nuestra (y varias otras democracias latinoamericanas).

El cuento terrible que cuenta la serie creada por Ryan White no se limita a lo que parece presentar su premisa inicialmente. El consabido crimen de la hermana Cathy es apenas la punta de un ovillo. Resumir la serie a “Dos mujeres de 60 y largos deciden desempolvar los datos del caso del crimen de una monja, detrás del cual se esconde una trama de abusos sexuales perpetrados por curas, por policías, jueces y políticos contra las alumnas de un colegio religioso en el cual llevaban a cabo las sesiones…con los años se descubre que las víctimas superaban el cincuentenar de hechos, todo bajo el silencio de la comunidad religiosa, política y judicial de Baltimore, que siempre supo de los casos” es lo de menos. Porque lo que importa en The Keepers, como en los mejores policiales negros, no es el anticuado whodunit, sino el enrevesado sistema de complicidades, de aprovechamientos, de intereses cruzados que se juegan. Dashiel Hammett fue, en ese sentido, un verdadero visionario. Y lo fue, precisamente, porque entendió que el centro mismo del horror del mal cotidiano en las democracias republicanas, bajo regímenes económicos capitalistas (aunque el mal no sea privativo de ese sistema de organización económica), estaba dado por el principio mismo del caos actuando. El caos, en Hammett, es la anomia, la falta de ley. Pero también es el delito como ejercicio de poder, de perversión. 

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En definitiva, el mal no es un hecho moral, no es una traición a las normas. Es, en todo caso, un ejercicio que rompe con el lazo solidario que implica vivir en comunidad. Hacer el mal, ejercer el mal sobre otro, no tiene que ver con la normativa jurídica, sino con la ruptura del pacto de convivencia. Y en The Keepers como en Hammett ese pacto de convivencia se rompe a veces sin otra motivación mas que el ejercicio de sumisión de un tercero. Someter a alguien, en tanto abuso de poder, es suficientemente embriagador como para convertirse en inicio y en fin de una práctica a la vez. Por eso toda la serie, atravesada por esta idea, es extremadamente perturbadora: no hay justificativo de ninguna índole en el accionar de estos personajes (y no me refiero a que sea justificable ninguno de sus actos deleznables, sino que a veces incluso para los crímenes más atroces buscamos causas que quizás son tan simples como “porque disfrutaba haciéndolo”). Ese es el agujero negro humano, que entiende que el horror de la violencia es posible porque en la ausencia de explicaciones hay un sinfondo aún más terrible que la justificación más horrorosa para el peor de los crímenes. Algo de eso resonaba en el final de la extraordinaria primer temporada de True detective pero también en la excelente Mindhunter.

Con el paso de los capítulos (acaso el tercero sea el más moroso y el menos efectivo, pero el resto avanza como una aplanadora, literalmente) no solo nos adentramos en el espanto de la historia de la víctima-testimonio central (y casi privilegiado), la sufrida Jane Doe (que narra con lujo de detalles todo su martirio de vejaciones múltiples durante su adolescencia a la vez que su papel clave a la hora de hallar el cadaver de la hermana Cathy), sino que cada una de las líneas (quien es Brother Bob resulta ser mi preferida, por sus componentes casi lyncheanos, pero las de los dos sospechosos del asesinato asi como la línea del rol del prometido de la hermana Cathy y la extraña cena en la noche de su asesinato tampoco tienen desperdicio) va abriéndose a un nuevo mundo de posibilidades, donde nadie es inocente, donde todos tienen algo espantoso que ocultar, o pueden estar fabulando o acaso estemos frente a una gran conspiración institucional o frente a un episodio de histeria colectiva. Todas, pero todas las posibilidades se ponen de manifiesto en esta serie que se dedica a narrar las opciones y ramificaciones con la parsimonia de un veterano y no la del joven creador y director de la serie.

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Hacia al final, con todos los hechos sobre la mesa, con todas las cartas echadas, nos entregamos a la necesidad de un cierre, a la posibilidad de que las iniquidades del mundo (pero fundamentalmente quienes las realizan) en algún momento reciban su merecido. Pero nada de eso sucede. Todo lo que resta es silencio, confabulación, duda, incerteza. Pero también muerte e injusticia. Porque otro de los aspectos más terribles de esta gran serie es uno que resulta particularmente arrollador: cuando no hay justicia, la muerte se lleva a los potenciales responsables. Y el viento también. Y las historias pueden volver a repetirse, en silencio. Porque, como bien rezaba el final de Noche y niebla (Alain Resnais, 1955), no vaya a ser que pensemos que algunas cosas se reducen a ciertos países, a ciertas sociedades y a ciertos territorios.

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